

Ese
Romero

Cuando nadie llore tu partida
Era un domingo de setiembre, levantarme al promediar las ocho y hacer las cosas a la volada era normal en mí; bueno, hasta ese día todo era común y corriente. Día nublado y sin ninguna expectativa, la tierra que rodeaba una loza deportiva era el colchón de un hombre que siempre tomó de más, un alcohólico.
Entre el apuro y la poca importancia que le tomé solo pude notar que estaba boca abajo besando el suelo, combinación de sangre y saliva, algo le había sucedido. Iba a llegar tarde así que aquella imagen la guardé como la de un borracho más del barrio. Un domingo trabajando no era tal vez el mejor escenario para la diversión, un par de lecturas me atraparon a tal punto que mi celular había vibrado unas quince veces y, yo, sorprendido por la insistencia boté los papeles y contesté: ¿Has visto un hombre tirado en la tierra? Está muerto…
Las palabras de mi hermana lograron desencajarme emocionalmente. Hasta donde pudo averiguar, el hombre había fallecido por asfixia con su propia saliva. Yo recuerdo haberme percatado de un movimiento suyo, ¿será que tal vez ya no aguantaba la saliva en su garganta y pude salvarlo de la muerte? Llegué a casa y al pasar por el lugar donde dejé descansando a aquel señor, un grupo de cinco melancólicos amigos lloraban su partida exclamando la promesa de que por aquella muerte dejarían de tomar, al menos por una semana.
Unas horas después, alumbrados solo por la luna, cada hombre tomó su rumbo dejando sobre unos ladrillos unas velas misioneras que se consumían víctimas del viento nocturno.
Amaneció. La rutina se repetía, debía ir rápidamente a la universidad pero, al pasar por el borde de la loza una vez más, fui testigo de uno de los actos más humanos. Aquel quinteto de alcohólicos pseudo rehabilitados se pasan la vida reciclando plásticos o cuidando autos para mantener a lo que ellos llaman: “su vicio”. El dinero no les alcanza para nada más que eso.
Al no haber podido despedirse del gran Jaime, improvisaron la fachada de una tumba con los ladrillos que encontraron cerca. Una botella de Concordia, botella que por cierto había sido depósito del licor que compraron para llorar la despedida previamente, era el recipiente de una rosa roja que inmortalizó su amistad. Tomada la fotografía, la aparición de un miembro del clan me hizo arrepentirme por un segundo; tal vez se habían ofendido por lo que estaba haciendo.
El buen hombre, creyendo que era periodista, no dudó en contarme lo que realmente había sucedido con Jaime.
La noche anterior al domingo habían celebrado como todos los fines de semana. Jaime había recaído en el trago pues desde que le detectaron tuberculosis nivel 3 ingresó a rehabilitación. Se dirigió a casa para usar el baño, pero las copas no le permitieron percatarse que su sobrina se estaba duchando; la joven gritó del susto y su padre, hermano de Jaime, pensó lo peor. Los golpes que recibió Jaime fueron los causantes de la sangre que había visto… Muy adolorido, salió de casa en busca de sus amigos pero no encontró a nadie. Se recostó en lo que sería su cama por una noche, su última noche. Jaime falleció por las lesiones que había recibido.
Sus amigos, aunque en copas todavía, se acercan cada domingo a la loza para llorar por su recuerdo. No sé cómo lo habrá tomado la familia, de repente ya lo olvidaron. Aunque ya en otro mundo, Jaime tiene la suerte de ser recordado por su pandilla embriagada. Aquella muerte no será reparada, ya nada importa, solo deseo que los culpables reflexionen.
Ha de ser bien triste, mirar desde el cielo, si es que existe, que tras tu muerte ya nadie te extraña, que ya no puedes hacer nada para la gente cambie. Si eres de los que andan haciendo mucho daño en vida, ten cuidado; puede que sufras tras la muerte, cuando nadie llore tu partida.
